Al bajarme del taxi encontré una pequeña puerta de vidrio sin ningún letrero que indicara qué lugar era; sólo se encontraba un pequeño papel impreso, pegado en la puerta, que decía: “no timbrar duro para no interferir con las actividades”. 

Adentrándome en el lugar, encuentro que no hay mucho espacio, todo lo que encuentro es un cuadrado casi como de sala de espera en donde, al lado izquierdo, se encuentra la recepción que es un cubículo pequeño, donde apenas cabe una silla plástica. Seguido, hay tres filas de multisillas, cada una con cuatro de estas. Detrás de las filas de sillas hay una pared en relieve con un tono un poco más blanco que el resto de las demás. Seguida de esta hay un cartel que contiene todas la fotos de los niños que frecuentan la IPS, este cartel rompe con toda uniformidad del lugar, ya que es el único cartel colorido en todo el lugar. Al fondo del costado izquierdo se encuentran los baños, el de mujeres en primer lugar y el de hombres seguido, con un baño un poco más grande para discapacitados que da con el muro y que no pasa desapercibido, ya que es más grande que los otros dos. 

Ya al costado derecho lo primero que se ve es la entrada al segundo piso. Seguido de la entrada hay unos lockers grises, que casi que se mezclan con las paredes de color blanco grisáceo. Al final veo un muro, seguido de este, hay un espacio que curiosamente está en negro y una banca de madera semejante a la de una iglesia, que está recostada contra muro. La sensación que hay dentro del lugar es confusa, incómoda. Intento romper esta sensación sonriéndole a un niño, pero este grita. Miro a su acompañante y recibo una sonrisa cortés, casi que diciéndome que así es. 

La llegada tarde me costó el poco tiempo que pude pasar con Johan Manuel. Un joven de 18 años, de estatura alrededor de 1.80, de contextura delgada, y aparentaba una menor edad de la que realmente tenía. No podía quedarse quieto. Caminaba de lado a lado por el pasillo, haciendo sonidos guturales, parecía que intentaba decir algo, moviendo los brazos como si no pudiera controlarlos. Se dejaba tocar únicamente de su madre, le agarraba la mano y hasta en un momento le dió un abrazo. Sus expresiones gestuales eran esporádicas. Pero, cuando les pedí posar para una foto, extrañamente la inexpresividad desapareció para dejar ver una pequeña sonrisa. Su mirada iba de una cosa a otra y evitaba tener contacto directo con mis ojos; a veces movía su cabeza de lado a lado sin control, casi que para despelucarse y casi no podía quedarse quieto. 

Emily es una niña con retraso mental profundo y autismo. Su cabello es largo, rizado y voluminoso. Al momento de mirarme era algo intimidante, como que nunca había distinguido tal mirada. Sus movimientos la hacían algo inquieta, aunque estaba sentada y paciente en algunos momentos. En otros se desestabilizaba y se golpeaba la piernas fuertemente; hacía sonidos como si se quejara constantemente de lo que estaba pasando. Cuando su madre la tocaba se quitaba bruscamente y por momentos parecía que estaba a punto de llorar. Por momentos se veía cada vez más brava, tal vez no se sentía agusto de estar allí sentada, como si no le gustase estar ahí conmigo o tal vez exhausta de tener una cámara frente a ella. Su atención iba de lado a lado, no mantenía la mirada en alguna cosa por más de diez segundos; y finalmente pasó lo que ya se veía inevitable. Emily se cansó, empezó a gritar y a mover sus brazos de forma desenfrenada, no pudo contenerse así que se paró y se fue.

Acompañado de su psicóloga se encontraba Daniel. Él estaba comiendo fruta con yogurt y granola. Cada vez que la psicóloga le daba una cucharada le nombraba la fruta que se iba a comer vocalizando de forma exagerada para que el niño le prestara atención a la palabra y la recordara, parecía que funcionaba. Cuando llegué, lo saludé, su madre le dijo que me contestara el saludo, y la respuesta que obtuve fue un saludo con la mano, pero no una mirada directa a los ojos. Él se quedaba bastante quieto en algunos instantes; sin embargo, como cualquier ser humano también tenía un límite, así que, cuando se aburría o se desesperaba, empezaba a mover las manos -como si quisiera volar- a patalear y a gritar como si alguien le estuviera haciendo daño. De vez en cuando salían sonidos guturales de su boca, parecía que confirmaba lo que su madre respondía. Su concentración parecía más una desconcentración, generalmente disperso, miraba para todos lados como si el espacio lo abrumara y no miraba a nadie a los ojos, aunque se le estuvieran hablando.